martes, 9 de agosto de 2016

Mejores lugares

Sentada frente a mí, la niña triste me dijo que su perro había fallecido esa mañana. El pobre ya no podía caminar, era viejo como uva pasa, las larvas se lo estaban comiendo vivo, su hígado había colapsado...literalmente; esa bolsa de carne se había reventado dentro de su vientre, convirtiéndolo en una bomba de tiempo, o más bien de vísceras, larvas y sangre. Me contó con lujo de detalle cómo llevaron al perro al veterinario y éste, con una inyección lechosa prometía paz para el perro. Tardaron un rato en encontrar las venas vacías del can, y finalmente liberaron la sustancia; lentamente su respiración se volvió pesada y densa, hasta dejarlo inmóvil y con los ojos abiertos, como esperando algo más, a que suciediera algo. 

Me fui preparando para contarle con tacto el proceso de la vida y la muerte, la naturaleza cíclica de los seres vivos y el universo en general, pero ella se me adelantó, ya lo sabía todo muy bien. -Al menos ya no sufre, y se fue a un lugar mejor- me dijo, con sus cachetes de niña. Me sorprendió su capacidad de concluir, cerrar ciclos al saber a dónde iba el perro, descansando, y recordé cuando perdí a mi perra, la incertidumbre diaria de su paradero, su salud, no saber si siquiera sigue viva. 

Mi primera psicóloga decía que el ritual de los entierros era para asegurarnos de que los muertos no iban a volver más, que ver a aquellos abuelos, mamás, esposos o tíos descendiendo en sus cajas hacia su "nuevo hogar", tres, o seis metros bajo tierra era una manera de cerrar aquel capítulo de convivencia, amor, odio o cualquier expectativa que se hubiera tenido del ahora difunto. Simplemente saber que no van a volver. 

La niña me seguía mirando con sus ojos grandes, rasgados y negros, y a mí honestamente me costaba trabajo mantenerle la mirada, porque no sabía cómo decirle que existen diferentes maneras de perder a la gente, que nuestros seres amados se van a ir de una u otra forma, muertos, enojados, dolidos, indiferentes, o simplemente un día desaparecerían sin dar explicaciones. Quise explicarle que a veces los vivos nos duelen más que los muertos, porque nos dejan con dudas, arrepentimiento, esperanza que amenaza con dolor, esperanza de traer de vuelta ese lazo muerto, que honestamente, intentar hacerlo funcionar es como sacar a un anciano de su tumba para intentar que su fantasma siga tomando té con nosotros. 

No encontraba las palabras para tratar de advertirle y a la vez protegerla del dolor inminente, que por razones que ni ella ni yo conocíamos aún, se avecinaría. De una u otra manera terminarás perdiendo a alguien y te va a doler, y cada pérdida será peor que la anterior, y no sabrás cómo es que tu corazón sigue latiendo porque con cada golpe se va a ir sintiendo menos y menos como un corazón y más como un músculo cualquiera. Podrás reír, llorar, acelerar, pero nunca volverás a amar igual, como si se formara lentamente un callo alrededor de lo más sensible de tu corazón, y simplemente comenzarás a ser indiferente con las cosas, las personas y las mismas emociones. No trataba de asustarla y predisponerla al papel de víctima como aquellos idiotas que hablan sobre cómo les "rompieron el corazón" a los 13 años y ahora son rocas amargadas cuando todos sabemos que se emocionan a la primera palabra de un nuevo amor. No, se trataba de principios de supervivencia, de esta coraza que se forma de una manera tan adecuada a ti que ni siquiera te das cuenta de en qué momento comenzó a aparecer, y para cuando quieres que te importe algo como alguna vez lo hizo, pues...ya no puedes, es sólo como una droga de la que abusaste y no importa cuánto consumas, nunca se volverá a sentir como la primera vez, y sólo vas a idealizar lo que sea que te hubiera hecho sentir así en el inicio. 

A lo que quería llegar era que para nuestro interior egoísta, a veces es mucho mejor ver morir que ver partir, porque morir es natural, es necesario, y ver partir implica la decisión de alguien que no quiso estar más en tu entorno, a tu lado, compartiendo vivencias, voluntario, y sólo te quedas con la incertidumbre, el alma entumida, la sonrisa forzada, así. 

Pero no le dije nada de esto, sólo tuve un monólogo en mi cabeza, callé unos segundos y le contesté - Sí, qué bueno que ahora tu perro está en un mejor lugar-.

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